viernes, 12 de diciembre de 2025

DIFERENCIAS ENTRE CÓRDOBA Y SEVILLA


 


Uno se acostumbra, con los años y la precariedad inherente a ciertos oficios —el mío, en este caso, la docencia interina en las franjas más olvidadas del sistema— a navegar por la vida con la incómoda sensación de ser siempre un agregado provisional, un eco no autorizado en los salones de la Historia. Esto es, en esencia, lo que soy: un profesor underground, contratado con una opacidad vagamente sospechosa por alguna agencia de viajes de tercera, para ejercer de guía pirata en esos enclaves andaluces que la vanidad humana y la fortuna histórica han revestido de gloria.)

Y es en esta labor de prestidigitador de fechas y nombres, donde la realidad me golpea con la cadencia de una gota que horada la piedra. Me obligan a llevar a almas despistadas por el tour canónico: Córdoba —la Mezquita, Medina Azahara—, y luego a Sevilla —los Alcázares, la Judería—. Un itinerario de una belleza tan evidente que resulta, a veces, francamente sublime.

Pero si hay algo que perturba el alma de este modesto narrador y mercenario del saber es la insoportable gravedad moral que ha adquirido la ciudad de Córdoba.

Uno deambula por el laberinto de la Mezquita-Catedral, se asombra con el bosque de columnas —un portento que exige respeto, claro—, y luego se dirige a las ruinas de Medina Azahara, y en todo momento se siente la presión, el peso invisible de algo que va más allá de la historia misma. Se trata de la arrogancia; esa sutil, pero constante, sensación de que los gerentes y empleados de esta urbe se han tomado al pie de la letra, y con una literalidad tediosa, los títulos que les ha concedido esa institución tan dada a las proclamas solemnes que es la UNESCO.

La gloria, cuando es excesivamente proclamada, se vuelve plomo. Y en Córdoba, la gloria pesa como una losa.

Han convertido el patrimonio en un asunto de Estado, en una propiedad privada y excluyente. El cordobés, desde que su ciudad fue investida y re-investida con esas vanas declaraciones, parece contemplar al visitante —y a este humilde guía no homologado— con la mirada de quien soporta un intrudir inapropiado en su santuario personal. Todo es dificultad, todo es normativa rígida, todo es un ceño fruncido ante la más mínima espontaneidad. Han adquirido la pedantería del funcionario de altas esferas, pero aplicada al pasado. Se han vuelto unos celosos guardianes de lo ajeno, olvidando que la historia, si no se comparte con una cierta ligereza y hospitalidad, termina por marchitarse en la rigidez del museo.

Y entonces, uno tiene la suerte de tomar el camino hacia Sevilla.

Allí, en los Reales Alcázares y en el laberinto de Santa Cruz, la cosa cambia, afortunadamente. No es que falte la historia, Dios me libre. Pero el andaluz de la capital, más dado a la comedia humana y al brillo de las apariencias, maneja su legado con una distancia más saludable. No se lo toman tan a pecho. Son, si se me permite la vulgaridad, más amables. Hacen las cosas más fáciles. Entienden que la belleza debe ser accesible, que el pasado debe contarse con un punto de gracia, con esa ligereza que disimula el esfuerzo. En Sevilla, uno es un visitante; en Córdoba, uno se siente un sospechoso de vandalismo cultural.

Y así, mientras cumplo con mi jornada de apuntador clandestino de la historia, uno no puede evitar la reflexión: quizá la peor forma de estropear la belleza no es el olvido, sino la soberbia superlativa. Y en eso, Córdoba, a pesar de sus arcos y sus tesoros, parece llevar una ventaja deplorable.

 

 

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