La carrera del Darro es una de las calles más antiguas de Granada, así como una de las más transitadas debido a su indiscutible belleza e importancia histórica. Recorrerla es un paseo que ningún visitante se debe perder, pues permite contemplar la imponente figura de la Alhambra en lo alto de los bosques que la rodean así como escuchar el murmullo del río Darro que transcurre paralelo a su lado izquierdo.
Las aguas del río descienden limpias y tranquilas, bajo los ancestrales puentes del Aljibillo, Chirimias, Cabrera y Espinosa que conectan la carrera con el barrio de la Churra. También se puede apreciar en su margen izquierdo los restos del puente del Cadí, del siglo XI, que comunicaba la Alhambra con el barrio del Albaicín.
Enfrente del puente de Espinosa se encuentran los baños árabes del Bañuelo, y un poco más adelante, el convento de Santa Catalina de Zafra y la casa de Castril, ejemplo de la belleza renacentista del siglo XVI, que actualmente es la sede del museo arqueológico. Frente a ellos se encuentra la iglesia de San Pedro y San Pablo, magnífica obra de estilo mudéjar. Finalmente, la carrera se abre en una plaza que conecta con el paseo de los Tristes.
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En la Carrera del Darro, casi llegando al Paseo de los Tristes, este caserón del siglo XVI, que desde 1917 alberga el, hoy temporalmente cerrado, Museo Arqueológico y Etnológico de Granada, ha sido fuente de innumerables relatos románticos que han llegado hasta nuestros días.
La causa principal de tantas habladurías es un misterioso balcón tapiado, que hace esquina en la segunda planta del edificio, mirando hacia la misma carrera del Darro, y sobre cuyo dintel reza una frase esculpida en piedra: “Esperándola del cielo”. La explicación más plausible es que el noble que mandó contruir la casa, el piadoso don Hernando de Zafra, quisiera inscribir esa frase por su fe y en alusión a la vida eterna. Sin embargo, las leyendas han rodeado a esa casa y ese balcón cegado casi desde su construcción, alimentadas por los numerosos rumores de que una misteriosa joven, vestida como en la Edad Media, vaga llorando por las habitaciones, apareciendo y desapareciendo entre lamentos y sollozos.
La tragedia en Granada
Cuentan que el viudo don Hernando de Zafra, secretario de los Reyes Católicos, vivió en esta casa con su hija Elvira, una hermosa joven que antes de cumplir los 18, se enamoró de Alfonso de Quintanilla, perteneciente, como no, a una familia rival a de su padre.
Una noche, ante la ausencia de don Hernando de la vivienda, los dos amantes se encontraron en la intimidad de los aposentos de Elvira. Sin embargo, el padre decidió volver antes de lo esperado y un paje que servía a la familia, Luisillo, se apresuró a entrar en la habitación para alertar a los dos enamorados. El noble tuvo tiempo de huir por el balcón abierto, pero don Hernando sorprendió al paje en la habitación junto a su hija a medio vestir, y creyó que el pobre criado era el amante de su hija.
Inmediatamente, el ofendido y deshonrado padre, mandó ejecutar a Luisillo, ahorcándolo en el mismo balcón por el que la noche antes había logrado huir el verdadero amante de Elvira. De nada le sirvió implorar piedad y justicia divina por el tremendo error que se estaba cometiendo con él. “Colgado quedarás, esperándola del cielo”, le respondió don Hernando. Esa misma frase fue la que hizo esculpir sobre el mismo balcón del que colgaba Luisillo, para advertir a todo el que se atreviera a cortejar a su hija de lo que podía esperar si se atrevía a deshonrarla.
Al mismo tiempo, hizo tapiar el balcón por el que él creía que había entrado la deshonra a su casa y confinó a su hija Elvira en esa misma habitación, para que no pudiese volver a ver la luz del día. Ante tanta desgracia, la desdichada Elvira no soportó la soledad de su encierro y se quitó la vida con un veneno en sus aposentos.